16 de julio de 2023
Lectura contra globalismo
Dejando a un lado la campaña electoral que sigue su curso en este verano tan insólito, desde nuestra asociación vamos a dedicar las próximas semanas a preparar diverso material y a terminar de concretar varios actos. Algunas de las campañas que tenemos en mente estarán centradas en la distribución de propaganda contra la agenda 2030 y tratar por todos los medios de insertar nuestros postulados en centros de enseñanza, especialmente en la universidad de Zaragoza, a partir del próximo otoño.
Como asociación cultural, nuestro principal ámbito de acción no es el político sino que se corresponde más con la llamada batalla cultural. A nivel particular, me gusta la definición que el filósofo y escritor argentino Agustín Laje le daba recientemente en una conferencia cuando decía que la batalla cultural es aquella que tiene lugar con la esperanza de ayudar a crear cambios estructurales que deriven en cambios políticos.
Muchas veces nos hemos referido a la gran cantidad de tentáculos y resortes que el globalismo maneja para imponer sus objetivos. En palabras también del mencionado Laje, este globalismo está imponiendo ideologías que están por encima de la ciencia, la biología o del sentido común, como las que fomenta la famosa ley "Trans" o la del "Si es sí", algo que deriva en un proceso de confusión perpetua. Dicho proceso de confusión, añado, acaba por convertirse en un cenagal contra el que es muy difícil combatir siempre con la vista puesta en evitar que te acabe engullendo.
No son pocas las instituciones que son blanco de la apisonadora globalista: la persona y su identidad sexual, la iglesia, la familia, la universidad, la nación, etc. Es obvio que la batalla cultural debe darse en todas aquellas trincheras a las que sea posible llegar. Sobre dos de ellas quiero referirme en el editorial de hoy: el individuo y la iglesia.
Esta misma semana fallecía el novelista y dramaturgo Milan Kundera. El escritor checo, buen conocedor de lo que representaba el comunismo, decía que
para liquidar a los pueblos se empezaba por privarlos de la memoria, destruyendo nuestros libros, nuestra cultura y nuestra historia. Resulta evidente pensar que ese vacío que queda en la persona, una vez ha sido desposeído del conocimiento y la cultura, necesitará ser rellenado con todo aquello que sirva para convertirlo en un ignorante en potencia a quien manejar como una marioneta.
Es muy difícil producir los cambios estructurales sobre los que hablaba Laje y cambiar profundamente una sociedad sobre la base de una amplia masa de individuos que no han leído un libro en décadas. Si la comprensión lectora es cada vez más deficiente en los escolares, algo que viene motivado por esa falta de lectura, en la generación de los padres no abunda precisamente aquél que manifieste muchas inquietudes culturales.
Que un enorme porcentaje de la población muestre una verdadera aversión hacia la lectura, tiene como consecuencia inmediata la nula disposición a conocer otras fuentes que no sean las oficiales y en definitiva a convertirse en descomunales grupos de personas dispuestos a tragarse a pies juntillas todo lo que vomiten las televisiones, sin un espíritu crítico que sepa discernir que información es verdadera o no.
De esta forma es como se construye una sociedad hedonista que termina por rechazar y odiar todo aquello noble que no casa con la bazofia actual de la que se mal nutre. Aprovechemos pues, este verano, para leer y formarnos más recurriendo, sobre todo, a aquellos libros que nos ofrezcan una perspectiva diferente a toda la morralla emitida por la caja tonta y que supongan, al menos, una crítica fundamentada contra el modelo de pensamiento único imperante, amén de todos aquellos libros sobre nuestra historia que afortunadamente, no son pocos. Nunca está de más aprender.
El otro aspecto al que me refería anteriormente trata sobre la religión católica. Es ciertamente preocupante la deriva pro-globalista que está llevando cada vez con mayor descaro. En una entrevista concedida a los medios, el obispo auxiliar de Lisboa y organizador de la Jornada Mundial de la Juventud, manifestaba que el objetivo de dicha Jornada no era convertir a los jóvenes a Cristo, sino que más bien se trataba de una ocasión para que jóvenes de diversas naciones y culturas, creyentes y no creyentes, se conociesen, en beneficio de la riqueza que ofrece la diversidad. ¿Verdad que nos suena este tipo de discurso?
La religión, la fe, la cultura y la tradición católica son una parte fundamental de la esencia de España. La mayoría de nuestras principales hazañas no hubiesen sido tales sin una cruz que nos guiase como un pueblo unido. Si una Jornada Mundial de la Juventud que organiza la iglesia católica no tiene como objetivo convertir a Cristo ¿Para qué demonios sirve entonces?
Por desgracia, no son pocos los ejemplos que encontramos en los últimos años donde el mensaje que debiera transmitir la oficialidad de la jerarquía eclesiástica se ha diluido completamente en ese discurso buenista, bobalicón y globalista, centrado en despertar las simpatías de quienes mandan. Muchas veces no resulta fácil distinguir qué sale del Vaticano, qué de la Asamblea General de la ONU o qué del mismísimo Foro de Davos.
Estamos además en unos meses donde cientos de localidades a lo largo y ancho de nuestro territorio, celebrarán sus populares fiestas en honor de numerosos santos o de la Virgen. Es tiempo de festejo y diversión para miles de españoles, algo que es perfectamente compatible con mantener todas aquellas tradiciones que nos han sido transmitidas de padres a hijos, antes de que a la jerarquía católica le dé por arrinconarlas obedeciendo no sabemos a qué fines.
José Luis Morales